ONGI ETORRI

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Las txistorras de Don Odon

Dicen que, Don Odón de Eulate de la Iglesia, aunque me lo invente señor linajudo donde los haya, estuvo comprando cantidades gastronómicas de txistorra en la carnicería de los hermanos Larragueta, asunto que, “para nada” se encuadra con el tema que nos ocupa, pero que me va de perlas para cuadrar este glorioso discurso que lo es, con el noble título que bien merece.
Con buen gusto y decencia, el pasado 29S las y los trabajadores de este nuestro idílico estado del bienestar, idílica su buena vida cuando a falta de pan panderetas, ejercimos el derecho a la huelga, todavía resuenan los ecos triunfales de aquella jornada de memorable lucha que, por desgracia, conlleva un estimable descuento salarial que, por teología y geometría, debemos recuperar. Fieles a nuestro espíritu concertador, pactamos con el patrón esas horas, esas y las que hagan falta; porque meter horas no es robar el trabajo a nadie, porque meter horas es ante todo comprarse to’ lo guay que anuncian en la tele, cosas como la play, así es como se juega.
Servicios los máximos, huelga decir, porque meter horas es el acto más solidario, por nuestros hijos, por todo lo que hay de material para ellos, a cambio de no verlos crecer, ni falta que hace, porque la fábrica es nuestra casa, la escuela la suya, que agoten también sus horas en actividades extraescolares, que se agoten hasta que les piquen los oscuros golondrinos, así aprenderán los muy pillastres a bregar el tajo como Dios manda.
Las horas son motivo de siniestralidad laboral. Nada más lejos de la realidad. Meter horas es el adiestramiento que nos hace ser magníficos en el arte del trabajo, que nos hace ser más prósperos y así, así sí, comprarnos la suspirada play en las rebajas (laborales) del Corte Inglés, poder llamar a los videntes de poderes para anormales que desfilan por la TDT, o llenar el buga de carburante para no llegar a ningún sitio, tal como presagió el vidente al que un televidente telefoneó.
Así pues, meter horas es ser solidario con los parados, desamparados como Ignatius quien venció con gallardía su flojera crónica, la competitividad fue su estímulo, la competitividad, que no tiene límites, falta que bien nos hace a los súbditos del Borbón, pues lo dicen los economistas, los más sabios del tablero, tan sabios que son los más listos, tanto que debes quitarte el cucurucho de la cocorota en señal de reverencia si tropiezas con uno de ellos.
Sea pues, a renovar Nueva Orleáns, construyamos los anales más fecales de la historia, porque queremos trabajar, y mucho, y así cada día despertar entre algodones, como esclavos de plantación, cantando bluses para Odón.

Colectivo Malatextos 21-10-10

Un cuento foral

Érase una vez, en una tierra foral muy lejana, una tribu conocida por todos como los sinconciencia. Fuertes, modernos, progresistas y trabajadores, muy trabajadores, vivían apesadumbrados porque nadie, salvo los sumos sacerdotes de su tribu y sus familias, parecían darse cuenta de su valía e irremplazabilidad. Cuando trabajadores de otras tribus reclamaban mejoras en sus condiciones laborales, éstos, los sinconciencia, les acompañaban, para que dentro de un orden, sus vecinos pudieran gritar, patalear, frustrarse... rodeándolos con sus armas a modo de protección y hacerles sentir mejor, más seguros. Siempre se daba el caso de algún incontrolado que saliéndose de todo orden y concierto, tiraba papeles al aire con las reclamaciones de su colectivo; o aquellos otros, que se empeñaban en pegar carteles en las paredes para hacer visible su descontento; qué decir de los trastornados que se concentraban en número superior a veinte o con consignas que cuestionaban el poder y a los sumos sacerdotes... Esto era demasiado para los pobres sinconciencia, que sufrían al verse obligados a perseguir, vigilar, denunciar e incluso golpear a más de uno de estos locos, que para más "inri", ni siquiera agradecía el gesto. Pero su estoicismo les impedía alardear de su importantísima misión; más al contrario, desviaban la atención en un ejercicio de modestia, destacando actuaciones pequeñas como el rescate de mascotas y niños, el auxilio de ancianos, la atención al turista...
Pero un día, los sumos sacerdotes que regían los designios de los sinconciencia, decidieron que una raza así, ejemplar por su servidumbre voluntaria y su gusto por la buena vida -esa que se traduce en dinero y se materializa en el consumo de todo lo que tenga precio y sea moderno- no requería de tanto privilegio, sino en todo caso, equipararse a otras tribus cuyas atribuciones eran similares, y que cumplían bajo un régimen disciplinario más severo, con igual celo pero a menor coste, las órdenes que se les dictaban sin rechistar. Aplicaron la ley del mercado: cuando eran pocos los sinconciencia, las condiciones laborales eran el cebo para captar a más. Ahora, la situación había cambiado y ya constituían un número suficiente como para ir retirando las ventajas.
Los sinconciencia no daban crédito. Ellos que tan fielmente habían seguido las instrucciones de sus jefes; ellos que hacían cumplir las normas con precisión obsesivo-compulsiva; ellos que incluso habían renunciado a empatizar con sus vecinos, por la incapacidad de éstos para entender su importantísima misión en este mundo, se veían despojados de todo privilegio y tratados como meros perros guardianes.
Entonces, comenzaron a sentirse indefensos, con unas expectativas de futuro alejadas de lo hasta ahora vivido y... con menos días libres; comenzaron a sentir la injusticia, esa misma que otros vecinos habían sentido antes, y que ellos controlaban a través de la siempre socorrida legalidad y alguna que otra necesaria amenaza o coacción; las normas que ellos hacían cumplir de la forma que fuera necesaria, se mostraban insuficientes para dar una respuesta a su nueva situación. Gritaron, patalearon, se frustraron... a compañeros suyos de otras tribus se les encargó, que a modo de abrazo fraternal, los protegieran para hacerlos sentir más seguros. No hicieron falta persecuciones, vigilancias, denuncias ni golpes. Los sinconciencia creían en la ley y el orden, eran buenos ciudadanos, ellos no lo merecían. El susto y el descontento inicial, dieron paso a la apatía que fue, finalmente, rubricada por la aceptación. Y es que los sinconciencia creían en la ley y el orden, eran buenos ciudadanos, asumían la responsabilidad de protegernos aunque muchas veces, por proteger sus privilegios y por la dichosa obediencia debida, debían actuar contra los trabajadores. "Yo sólo cumplo ordenes". Muy a nuestro pesar, ninguno cambió de oficio, y siguieron siendo felices y comieron perdices (se cuenta que alguno de ellos, se compró hasta un unifamiliar y un coche grande... ¡qué cosas!).
Colectivo Malatextos 14-10-10