El conjunto de crisis (medioambiental, social, económica y financiera) actual no va a resolverse por una reactivación de la economía, produciendo y consumiendo más. Una solución de ese tipo conduciría al aumento del consumo de cada vez menor número de personas, incrementando las ya muy escandalosas desigualdades y requiere el control monopolizado de las materias primas. Control sólo posible mediante la creciente militarización de las relaciones internacionales, de la misma forma que el crecimiento de las desigualdades requiere una creciente policialización y control social. Es el modelo desarrollista el que está en cuestión, el que tanto en época de ?bonanza? como de ?recesión? sólo puede subsistir arrasando las materias primas y destrozando el planeta, reduciendo al hambre a la mayoría de la población mundial y provocando, para mantener ese desorden injusto, guerras e intervenciones militares. Pero ese modelo no es algo externo, en él participamos una parte mayoritaria de las poblaciones de los países ricos a través de la incesante generación de necesidades e incrementos de nuestro consumo, en que nos hemos dejado atrapar, y que supone nuestra adhesión a ese modelo. Por más que no seamos los máximos beneficiarios y responsables de este estado de cosas, no podemos obviar nuestra responsabilidad. Es una adhesión que, además, nos viene saliendo cara. Nuestra inmersión en el consumo la pagamos con el sometimiento de nuestras vidas al productivismo y la competitividad: degradación de nuestras condiciones laborales, pérdida de derechos y garantías sociales, amenaza permanente del despido, pérdida de autonomía,... en suma precarización total de nuestras vidas. Todo eso ya lo sabíamos aunque lo hayamos intentado mantener olvidado con la inmersión en el consumo. Sabíamos que el modelo al que nos hemos sumado y nuestras formas de vida ni eran satisfactorias personalmente ni sostenibles ecológica y socialmente. La crisis viene a recordárnoslo, constituyendo una nueva oportunidad. De la crisis podemos salir pisando el acelerador o cambiando de rumbo. La solución que se nos propone es la de pisar el acelerador, profundizando y endureciendo la situación anterior. Con esa solución la crisis la pagará indiscutiblemente las poblaciones de los países no desarrollados y los sectores más débiles de nuestras sociedades, más otros nuevos que caerán en esa zona lindante con la pobreza. El modelo desarrollista se mantendrá para generar nuevas crisis, cada vez en ciclos más cortos, más caóticas y más generadoras de sufrimiento. La otra salida, la que supone un cambio de rumbo, es la del reparto para todos, la moderación en el consumo, el freno al desarrollismo en aquellos aspectos que sea menester, la defensa de la garantía universal de la respuesta a las necesidades básicas y los derechos sociales y la entrada de nuestras vidas y relaciones en la normalidad y la colaboración. Es una salida posible: con los billones de dinero público (de todos) destinados a salvar las entidades financieras sobra para resolver los problemas de hambre, sanitarios y educacionales del conjunto de la humanidad, y la capacidad productiva actual es el triple de la precisa para atender más que dignamente a sus necesidades. De nosotros exige predisposición a repartir, sin la que nuestra exigencia de reparto es realmente poco creíble. Nos oferta el alcance de otras metas en las que el desarrollo no se mida en euros sino en los grados de crecimiento y realización personal, en cultura, en trabajo y ocio creativos, en participación y en libertad. Una propuesta atractiva para la que el toque de atención que supone la crisis significa una oportunidad.
Colectivo Malatextos, 11 de abril de 2009
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